La carta de Gandesa.

 

María lleva casi un mes sin tener noticias de Alfonso, su novio. Tenían previsto casarse en otoño del  36 cuando le llamaron a filas. Han pasado dos años y en todo ese tiempo solo se han visto en dos ocasiones. Se marchó al frente de Madrid y ahora está en Tarragona, en Gandesa, en la rivera del Ebro. Alfonso envía una carta cada semana, escrita con un lápiz de carboncillo, en un trozo de papel partido con los dedos. Cuando la recibe y consigue que alguien se la lea, para María es el momento más especial de la semana. Constata que Alfonso aún sigue con vida y guarda la esperanza de que pronto regrese a su lado. 

 

Lleva tiempo sin saber nada de él y la incertidumbre le come por dentro. La cabeza no para de darle vueltas, aunque siempre busca cosas que hacer para no pensar. Por las noches se imagina que Alfonso pasa por la calle, que tira piedrecillas pequeñas a los cristales para que ella abra la ventana y que se puedan ver un momento en secreto antes de que se vaya a dormir. María se levanta al día siguiente al oír el canto del gallo con ilusión de que la situación cambie.

 

A las ocho de la mañana deja todo lo que tiene entre manos, sale corriendo y atraviesa el corral de la casa esquivando a las gallinas. Debe darse prisa y llegar a la oficina de correos antes de que el cartero salga con la bicicleta a distribuir la correspondencia. Las ancianas que salen de la iglesia le saludan al pasar. Ella no gira la cabeza.

 

-          Pobrecica, qué mal lo debe estar pasando – Cuchichean entre ellas.

 

Por fin María llega a Correos. Se planta frente al mostrador y le dice al funcionario:

 

-           Hola, buenos días. Perdone. Quería saber si hay alguna carta a mi nombre. Me llamo María…

 

-          Sí, sí. María Gutiérrez Tercero. Vienes aquí todos los días No, María. Hoy no hay ninguna carta para ti.

 

María se da la media vuelta y regresa triste a casa. Las mujeres que van al mercado le saludan cuando se cruzan con ella. María levanta la mirada del suelo y les responde con voz tenue, casi inaudible. Llega a casa, prepara la lumbre, pone el puchero al fuego, recoge los tomates y las habichuelillas del huerto. Su madre y su hermana se han ido a trabajar. Su padre y su cuñado también están en el frente. Las mujeres de la casa tienen que ir al campo, no lo pueden desatender. Es lo que les está dando de comer, junto al pequeño huerto y los animales que tienen en el corral. Su madre ha preferido que María se encargue de la casa.

 


 

 

 María se ha distraído y llegará a correos unos minutos más tarde que de costumbre. Espera escuchar las mismas palabras de los últimos días. Abre la puerta de la oficina y el funcionario le dice nada más verle:

 

-          María, hoy si tienes carta.

 

-          De verdad, de verdad. No me lo puedo creer. Gracias, gracias, muchas gracias.

 

-          Toma, te la he guardado. No se la he querido dar al cartero, sabía que ibas a venir.

 

A María se le iluminó la cara. Salió a la calle corriendo. No saltaba por vergüenza. Se fue a la casa del médico. Estaba muy cerca. A un par de manzanas de la Plaza Mayor donde está correos. La puerta estaba abierta. Entró hasta el patio como una exhalación. Una mujer de unos treinta años, con la ropa limpia y arreglada, estaba regando las macetas.

 

-          Señorita Teresa, señorita Teresa. Dígame lo que pone en la carta.

 

-          Tranquilízate mujer, que parece que te va a dar algo. Venga, coge una silla y nos sentamos. Y bebe un poquito de agua que estás atacada de los nervios.

 

Teresa es la hija de Don Matías, el médico. No se ha casado y se encargaba de cuidar a su padre, que es viudo y tiene más de setenta años. A pesar de su edad, sigue  atendiendo a los pacientes del pueblo.

 

De forma inesperada a María le llega a la cabeza el recuerdo de los días de romería. Ella y Alfonso paseando cogidos del brazo entre los carros. Se acercaban a una hoguera donde se reunía una familia y Alfonso cogía de la parrilla dos chuletillas de cordero que colocaba sobre dos yescas de pan. Una se la daba a ella y otra se la comía él. Se miraban y las chispas saltaban de sus ojos. Después daba un trago de vino y le pasaba la bota a la chica. Siempre había algún hombre mayor que le reprendía alegremente. Las muchachas debían cuidar las formas. Los novios se sonreían con complicidad. Alfonso contaba en público algún chiste, alguna anécdota, algún chascarrillo. Era muy divertido cuando estaba a gusto. Después se agarraban del brazo y se iban a la candela de al lado. La gente se les quedaba mirando. Formaban una buena pareja.

 

En el patio había una mesa camilla cubierta con un mantel y dos sillas de madera pintadas de colores vivos con el asiento de mimbre. Doña Teresa se sentó en una silla con la carta en la mano y a su lado María. Tras haber echado una ojeada al papel sonrió a la chica y le dijo:

 

-          Tranquila niña. Tu Alfonso está bien y pone cosas muy bonitas aquí.

 

-          Gracias, Dios mío. Me tenía en un sin vivir.

 

-          Dice que no te ha podido escribir antes porque las cosas están muy mal en el frente. Está muriendo mucha gente. Esta batalla a orillas del Ebro es una locura. Ha perdido a amigos que eran como hermanos. Pero dice que piensa en ti día y noche. Que tu recuerdo le da fuerzas y que tu imagen en su mente le hace esquivar las balas.

 

-          Siga, siga. ¿Dice algo más?- Parece una niña a la que le han dado el regalo de reyes.

 

-          Tranquila mujer, tranquila ¿Quieres que te lea la carta?

 

                                                                                                                                                                    

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                                                          Audiolibro.


 Por" LiterAudio"

 

Descárgatelo y escucha. 

 

2 comentarios:

  1. Me ha gustado mucho tu relato, lo viví. Amena la lectura y muy ágil. Saludos!

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    1. Hola, Maty. Me alegra mucho que te haya gustado y que tehayas sumergido en el relato. Me anima a seguir escribiendo textos de este tipo. Un abrazo desde España.

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